Ajler, Ricardo


DESPUÉS DEL DILUVIO

Tan pronto como la idea del Diluvio se hubo serenado, Una liebre se detuvo entre las esparcetas y las campa¬nillas móviles y dijo su plegaria al arco iris a través de la tela de araña.
¡Oh!, las piedras preciosas que se ocultaban, - las flo¬res que miraban ya.
En la ancha calle sucia se alzaron los tenderetes, y arrastraron las barcas hacia el mar escalonado arriba como en los grabados.
La sangre corrió, en casa de Barba Azul, - en los ma¬taderos, - en los circos, donde el sello de Dios palideció las ventanas. La sangre y la leche corrieron.
Los castores construyeron. Los «mazagranes» humea¬ron en los cafetines.
En la casona de cristales, todavía chorreante, los niños de luto contemplaron las maravillosas imágenes.
Una puerta crujió, - y en la plaza de la aldea, el niño hizo girar sus brazos, comprendido por las veletas y los gallos de los campanarios de todas partes, bajo el resplan¬deciente aguacero.
Madame *** instaló un piano en los Alpes. La misa y las primeras comuniones se celebraron en los cien mil al¬tares de la catedral.
Partieron las caravanas. Y el Splendide-Hôtel fue edifi¬cado en el caos de hielos y noche polar.
Desde entonces, la Luna oyó gimotear a los chacales por los desiertos de tomillo, - y a las églogas en zuecos gruñir en el huerto. Luego, en el oquedal violeta, lleno de brotes, Eucaris me dijo que era la primavera.
- Mana, estanque, - rueda, Espuma, sobre el puente, y por encima de los bosques; - paños negros y órganos, - relámpagos y trueno, - subid y rodad; - Aguas y tristeza, subid y reanimad los Diluvios.
Porque desde que se disiparon, - ¡oh las piedras pre¬ciosas enterrándose, y las flores abiertas! - ¡qué aburri¬miento!, y la Reina, la Bruja que enciende su brasa en la olla de barro, nunca querrá contarnos lo que ella sabe, y que nosotros ignoramos

Aron, Julián


II

Es ella, la pequeña muerta, detrás de los rosales. - La joven mamá difunta baja la escalinata. - La calesa del primo rechina en la arena. - El hermano pequeño - (¡está en las Indias!) ahí, ante el crepúsculo, sobre el prado de claveles. - Los viejos que han enterrado total­mente tiesos en la muralla de los alhelíes.

El enjambre de hojas de oro rodea la casa del general. Están en el sur. - Se sigue el sendero rojo para llegar al albergue vacío. El castillo está en venta; las persianas es­tán desprendidas. - El cura se habrá llevado la llave de la iglesia. - Alrededor del parque, las casetas de los guardas están deshabitadas. Las empalizadas son tan altas que sólo se ven las cimas rumorosas. Además dentro no hay nada que ver.

Los prados suben hacia las aldehuelas sin gallos, sin yunques. La esclusa está levantada. ¡Oh los Calvarios y los molinos del desierto, las islas y las muelas!

Zumban flores mágicas. Los taludes le mecían. Circu­laban animales de una elegancia fabulosa. Las nubes se agolpaban sobre la alta mar hecha de una eternidad de cá­lidas lágrimas.

Baeza, Juan



III

En el bosque hay un pájaro; su canto os detiene y os hace sonrojar.

Hay un reloj que no suena.

Hay un hoyo con un nido de animales blancos.

Hay una catedral que baja y un lago que sube.

Hay un cochecito abandonado en el bosquecillo, o que desciende por el sendero corriendo, adornado con cintas.

Hay una compañía de pequeños comediantes con trajes de escena, divisados en el camino por entre la linde del bosque.

Hay en fin, cuando se tiene hambre y sed, alguien que os echa.

Baldó, Fernando



IV

Yo soy el santo, orando en la terraza, - como los ani¬males pacíficos pacen hasta el mar de Palestina.

Yo soy el sabio en el sillón umbrío. Las ramas y la llu¬via se arrojan contra el ventanal de la biblioteca.

Yo soy el peatón del camino real entre los bosques ena¬nos; el murmullo de las esclusas cubre mis pasos. Veo largo rato la melancólica lejía dorada del poniente.

Con gusto sería el niño abandonado en la escollera que partió hacia alta mar, el pajecillo que sigue la alameda cuya frente toca el cielo.
Los senderos son ásperos. Los montículos se cubren de retamas. El aire está inmóvil. ¡Qué lejos están los pájaros y las fuentes! Esto sólo puede ser el fin del mundo, que avanza.

Baró, Gerardo

V

Que me alquilen por fin esa tumba, blanqueada a la cal con las líneas del cemento en relieve - muy lejos bajo tierra.

Me acodo en la mesa, la lámpara ilumina vivamente estos periódicos que, idiota de mí, releo, estos libros sin interés.

A una distancia enorme por encima de mi salón sub¬terráneo, las casas se implantan, las brumas se reúnen. El barro es rojo o negro. ¡Ciudad monstruosa, noche sin fin!

No tan alto, están las cloacas. A los lados, nada más que el espesor del globo. Acaso los abismos de azur, po¬zos de fuego. Acaso sea en esos planos donde se encuen¬tran lunas y cometas, mares y fábulas.

En las horas de amargura imagino bolas de zafiro, de metal. Soy dueño del silencio. ¿Por qué una apariencia de tragaluz palidecería en el rincón de la bóveda?

Benzecry, Diana



CUENTO

Se sentía vejado un Príncipe por no haberse dedicado nunca más que a la perfección de las generosidades vul¬gares. Preveía asombrosas revoluciones del amor, y sos¬pechaba en sus mujeres mejores capacidades que esa complacencia adornada de cielo y de lujo. Quería ver la verdad, la hora del deseo y de la satisfacción esenciales. Fuese o no una aberración de piedad, así lo quiso. Poseía cuando menos un poder humano bastante amplio.
Todas las mujeres que le habían conocido fueron asesi¬nadas. ¡Qué saqueo del jardín de la belleza! Bajo el sable, ellas lo bendijeron. No encargó otras nuevas. - Las mu¬jeres reaparecieron.
Mató a cuantos le seguían, después de la caza o las li¬baciones. - Todos le seguían.
Se divirtió degollando los animales de lujo. Hizo arder los palacios. Se abalanzaba sobre la gente y los descuarti¬zaba. - La muchedumbre, los tejados de oro, los bellos animales seguían existiendo.
¡Cabe extasiarse en la destrucción, rejuvenecer mediante la crueldad! El pueblo no murmuró. Nadie ofreció la ayuda de sus puntos de vista.
Una tarde galopaba altivo. Apareció un Genio, de belleza inefable, inconfesable incluso. ¡De su fisonomía y de su porte destacaba la promesa de un amor múltiple y complejo! ¡De una felicidad indecible, insoportable in¬cluso! El Príncipe y el Genio se aniquilaron probable¬mente en la salud esencial. ¿Cómo habrían podido no mo¬rir por ello? Juntos, pues, murieron.
Pero ese Príncipe falleció, en su palacio, a una edad or¬dinaria. El Príncipe era el Genio. El Genio era el Príncipe.
La música sabia falta a nuestro deseo.

Bernardini, Cristian



DESFILE

Solidísimos bribones. Muchos han explotado vuestros mundos. Sin necesidades, y poco dispuestos a poner en práctica sus brillantes talentos y su experiencia de vues¬tras conciencias. ¡Qué hombres tan maduros! ¡Ojos alela¬dos a la manera de la noche de estío, rojos y negros, trico¬lores, de acero punteado por estrellas de oro; semblantes deformes, plomizos, lívidos, incendiados; alocadas ron¬queras! ¡El paso cruel de los oropeles! - Hay algunos jóvenes, - ¿cómo mirarían a Querubín? - dotados de voces espantosas y de algunos recursos peligrosos. Los envían a pavonearse en la ciudad, ridículamente atavia¬dos de un lujo repugnante.
¡Oh el más violento Paraíso de la mueca rabiosa! Sin comparación con vuestros Faquires y demás bufonadas escénicas. En trajes improvisados con el sabor del mal sueño representan endechas, tragedias de malandrines y de semidioses espirituales como nunca lo han sido la his¬toria o las religiones. Chinos, hotentotes, zíngaros, ne¬cios, hienas, Molocs, viejas demencias, demonios sinies¬tros, mezclan giros populares, maternales, con las posturas y las ternuras bestiales. Interpretarían piezas nuevas y can¬ciones para «señoritas». Maestros juglares, transforman el lugar y las personas y emplean la comedia magnética. Llamean los ojos, la sangre canta, los huesos se ensan¬chan, las lágrimas y unos hilillos rojos chorrean. Su burla o su terror dura un minuto, o meses enteros.
Sólo yo tengo la clave de este desfile salvaje.