López, Pablo



ALBA

He abrazado el alba de estío.

Nada se movía aún en la fachada de los palacios. El agua estaba muerta. Los campos de sombras no abando¬naban el camino del bosque. Avancé, despertando los há¬litos vivos y tibios, y las pedrerías miraron, y las alas se alzaron sin ruido.

La primera empresa fue, en el sendero ya repleto de frescos y pálidos destellos, una flor que me dijo su nombre.

Reí a la rubia wasserfall que se desmelenó a través de los abetos: en la cima argentada reconocí a la diosa.

Entonces levanté uno a uno los velos. En la alameda, agitando los brazos. Por la llanura, donde la denuncié al gallo. En la gran ciudad ella huía entre los campanarios y las cúpulas, y corriendo como un mendigo por los mue¬lles de mármol, yo la perseguía.

En lo alto del camino, junto a un bosque de laureles, la rodeé con sus velos amontonados, y sentí un poco su in¬menso cuerpo. El alba y el niño cayeron al fondo del bos¬que.

Al despertar era mediodía.