Benzecry, Diana



CUENTO

Se sentía vejado un Príncipe por no haberse dedicado nunca más que a la perfección de las generosidades vul¬gares. Preveía asombrosas revoluciones del amor, y sos¬pechaba en sus mujeres mejores capacidades que esa complacencia adornada de cielo y de lujo. Quería ver la verdad, la hora del deseo y de la satisfacción esenciales. Fuese o no una aberración de piedad, así lo quiso. Poseía cuando menos un poder humano bastante amplio.
Todas las mujeres que le habían conocido fueron asesi¬nadas. ¡Qué saqueo del jardín de la belleza! Bajo el sable, ellas lo bendijeron. No encargó otras nuevas. - Las mu¬jeres reaparecieron.
Mató a cuantos le seguían, después de la caza o las li¬baciones. - Todos le seguían.
Se divirtió degollando los animales de lujo. Hizo arder los palacios. Se abalanzaba sobre la gente y los descuarti¬zaba. - La muchedumbre, los tejados de oro, los bellos animales seguían existiendo.
¡Cabe extasiarse en la destrucción, rejuvenecer mediante la crueldad! El pueblo no murmuró. Nadie ofreció la ayuda de sus puntos de vista.
Una tarde galopaba altivo. Apareció un Genio, de belleza inefable, inconfesable incluso. ¡De su fisonomía y de su porte destacaba la promesa de un amor múltiple y complejo! ¡De una felicidad indecible, insoportable in¬cluso! El Príncipe y el Genio se aniquilaron probable¬mente en la salud esencial. ¿Cómo habrían podido no mo¬rir por ello? Juntos, pues, murieron.
Pero ese Príncipe falleció, en su palacio, a una edad or¬dinaria. El Príncipe era el Genio. El Genio era el Príncipe.
La música sabia falta a nuestro deseo.