Nine, Lucas


METROPOLITANO

Del estrecho de índigo a los mares de Ossián, sobre la arena rosa y naranja que ha lavado el cielo vinoso acaban de subir y de cruzarse bulevares de cristal habitados de inmediato por jóvenes familias pobres que se alimentan en las fruterías. Nada de riqueza. - ¡La ciudad!
Del desierto de betún huyen hacia delante en des¬bandada con las capas de brumas escalonadas en franjas horribles en el cielo que se comba, retrocede y desciende, formado por la más siniestra humareda negra que pueda hacer el Océano enlutado, los cascos, las ruedas, las bar¬cas, las grupas. - ¡La batalla!
Levanta la cabeza: el puente de madera, arqueado; las últimas huertas de Samaria; esas máscaras iluminadas bajo la linterna azotada por la noche fría; la ondina necia de vestido rumoroso, en la parte baja del río; esos cráneos luminosos en los planteles de guisantes - y las demás fantasmagorías - la campiña.
Caminos bordeados de rejas y de tapias, que apenas pueden contener sus bosquecillos, y las atroces flores que llamaríamos corazones y hermanas, Damascos condena¬dos de languidez, - posesiones de quiméricas aristocra¬cias ultra-renanas, japonesas, guaraníes, aptas todavía para recibir la música de los antiguos - y hay posadas que nunca volverán a abrirse - hay princesas, y si no es¬tás demasiado agobiado, el estudio de los astros - el cielo.
La mañana en que, con Ella, forcejeasteis entre los des¬tellos de nieve, los labios verdes, los hielos, las banderas negras y los rayos azules, y los perfumes púrpuras del sol de los polos, - tu fuerza.